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Sobre la obra de Alba Soto
Graciela  Amorín O'Neill, Junio 2013.

 

Al final, Alba Soto baila feliz, guapa, enzanahoriada.

La vemos en la pantalla y relacionamos su espera con el deseo de ver y ser mirada.

Pero al comienzo de la espera, la espera está en los gestos de quienes miran, expectantes, para ver, sin verlo aún, lo que ellos esperan que ocurra.

Hay dos momentos en que se materializa la performance, en que la espera se solidifica en su nada, o en su nada aún. Uno es al comienzo, cuando todos miramos al frente. El otro es cuando nos damos vuelta, giramos las sillas, y miramos hacia el otro lado.

Esperamos. Alba está por decirnos que…

El no saberlo da ganas de reír. Pero nos contenemos y no reímos, como durante una patriótica ceremonia escolar. Todos quietos, miramos al frente, la miramos a ella. Al comienzo, delante nuestro, a través de las cortinas que Alba corrió, llegaron sonidos que apenas oímos.

Quizás, imaginamos, intentan entrar los científicos que discuten,  desde hace años, sobre qué cosa es el tiempo.

¿El tiempo existe para que tenga espacio el alojamiento de infinitas esperas?, ¿es para que entre el antes y el después, el tiempo le dé tiempo de nacer al deseo? ¿Es una creación nuestra?

No, no, no, sabemos que el tiempo transcurre, es real, es irreversible, deja huellas, marcas indelebles, des-esperanzas.

Mientras pensamos en qué estamos esperando allí, escuchamos y miramos a la joven que nos cuenta, nos explica, qué es para ella la espera. Luego nos regala, empaquetaditos, pensamientos para saborear durante alguna espera.

Antes del final miramos, mudos, su danza con zanahorias cosidas a la túnica.

Y, como dijo Du Fu, que espera desde hace más de doce siglos: “Terminado el poema, dioses y demonios quedaron estupefactos”.

¿Qué será de ellos?

Alba los tranquiliza convidándonos con dos tartas perfectas, también enzanahoriadas. Pero, nos advierte, no hemos de comernos las zanahorias, son de plastilina.

¿De plastilina?

¡Ay, qué pena!

Después de tanta espera…

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